Así estén en la cocina de su casa, en los corrales de las vacas o adentro del galpón, Mario Bruno y su esposa, Marta Fernández, no dejan nunca de escuchar el ruido de los autos que se acercan. La historia se remonta más de 60 años atrás cuando alguien decidió atravesar su campo al medio con la construcción de la ruta 5, que hoy conecta la capital con el departamento de Rivera.
Al principio, alcanzaban solo Marta y su hijo de cuatro años para llevar a las vacas al otro lado de la ruta. Ella cruzaba y le hacía señas al niño que les daba unos golpecitos para que avanzaran, y era suficiente, según contó Bruno. Sin embargo, hace ya varios años que necesitan de una operativa digna de la policía de tránsito: conos fluorescentes, señales de tránsito de $1.800, un horario fijo de cruce y la amabilidad de los conductores, un bien cada vez más escaso.
Mario intentó dejar las vacas de un lado de la ruta, pero pronto agotó los campos linderos a su vivienda y tuvo que volver a cruzar. Al final, se dio por vencido y renunció. El 6 de junio su hija veterinaria le sacó varias fotos y se sentó con él a ordeñar una vaca por última vez.
Así como este establecimiento, otros 502 tambos cerraron entre 2010 y 2016. La caída, viene ocurriendo desde 2010 y tuvo su pico el año pasado.
Las historias de productores lecheros que abandonaron la actividad el año pasado ponen en evidencia un aspecto humano que demuestra el involucramiento de la gente con este tipo de tareas, algo que encierra en muchos casos un importante aspecto social.
En 2016 fueron 163 productores, de un total de 2.879, los que dejaron la actividad. En muchos casos han representado decisiones que han afectado un estilo de vida y, en otros, simplemente el resultado de un replanteo económico empresarial.
Generalmente este fenómeno se da por una economía que no logra retener a quienes desarrollan una actividad productiva, que frente a la adversidad se sienten desmotivados. Los 2.716 productores que remiten leche a plantas industriales están muy lejos de los 4.000 que en promedio tuvo el sector hace pocas décadas atrás.
Hay empresarios de otros rubros agropecuarios y de fuera del sector que llegan a la lechería, incorporan tecnología de punta, arman un proyecto de buena dinámica empresarial, pero cuando los resultados no justifican las inversiones realizadas se retiran.
«Se juntaron muchas cosas, los ingresos cada vez más flacos, la edad, la falta de personal idóneo para la tarea y la presión fiscal», contó un tambero
La gente que dejó la actividad ha seguido por diversos caminos, desde quienes se han jubilado porque estaban en edad para hacerlo, los que lo hacen pero continúan colaborando en predios para completar las muy menguadas pasividades, los que siguen en otros rubros más atractivos y los que continúan como empleados en otros tambos, incluso en los establecimientos que han vendido.
Bruno (de 58 años) cesó su actividad como tercera generación familiar en un tambo que tenía 81 años para continuar trabajando como contratista en cosecha de forrajes y siembra directa. Hacía un año y medio que se venía preparando en este nuevo rubro para reconvertirse a otra actividad que fuera más rentable.
Su predio está ubicado sobre ruta 5, kilómetro 52, en Canelones. «Se juntaron muchas cosas, los ingresos cada vez más flacos, la edad, la falta de personal idóneo para la tarea y la presión fiscal que nos hace el gobierno», contó a El Observador.
El otro grave problema para la familia Bruno fue el nuevo trazado de ruta 5 a comienzos de la década de 1960, que atravesó por la mitad el campo de 70 hectáreas que trabajaban sus padres.
Otro tambo que cerró en el último año fue el de Cristina Curbelo de Sarante de Tala (Canelones). Luego del fallecimiento de su esposo, su hija Adriana quedó como titular. Eran 70 hectáreas donde explotaban unas 50 vacas, que luego bajó a 30 animales.
El tambo se cerró en junio de 2016, luego que Cristina se jubilara y que por la actividad laboral que desempeñan su hija y su yerno fuera del establecimiento no podían atender la actividad lechera. El negocio no arrojaba resultados económicos aceptables y les generó endeudamiento. El campo se lo arrendaron a un vecino.
En Paysandú, Alfredo Larrosa, administrador de un tambo familiar en campo arrendado durante 13 años, cesó esta explotación para luego pasarse a la agricultura y subarrendar para soja.
Larrosa, quien ejerce como médico veterinario, recordó a El Observador que en función de los números cada vez más comprometidos fue achicando su rodeo lechero, donde en 40 hectáreas ordeñaban 50 vacas. Los costos fueron cada vez más determinantes, incidiendo de forma importante el costo salarial, remarcó.
Rafael Bove (53), quien ha sido remitente durante 46 años, dijo a El Observador que cerró el tambo en San José porque los números del negocio no cerraban. Además consideró clave que la gente «pretende ganar lo que no produce». Ahora se precisan dos personas, lo que antes se hacía con una «y son dos problemas».
Admitió que es un sistema perverso porque al productor no le alcanza para hacer frente a sus obligaciones y tampoco es suficiente para los empleados, que no llegan a fin de mes. Bove sigue ahora como productor agrícola ganadero.
Milton Panzardi (65) contó a El Observador que no dudó que con resultados tan negativos «más vale la pena disfrutar a los nietos». Cerró el tambo en San José, que no tuvo recambio generacional ante la imposibilidad de que lo siguieran sus hijas, por ser funcionarias de Conaprole. Vendió las vacas, se jubiló y sigue con el campo de 25 hectáreas, con algunas vaquillonas que vende cuando dan cría.
Un productor en el sur de Florida prefirió dejar el negocio ante las dificultades económicas que vivía el sector y continuar como empleado en otra actividad en la que ya se venía desempeñando. Por esa razón arrendó el establecimiento donde ordeñaba unas 80 vacas. Y las historias siguen.