El Mototo

Mototo en suahili significa niño. Los mototos pasan nueve meses en el vientre de la madre y luego hasta los dos años sobre la espalda. Las madres lo atan con un pareo cruzado por la espalda, así realizan las tareas de la casa, de trabajar la tierra y recolectar los frutos de la selva. Cuando aprenden a caminar, y sus cuerpos están fortalecidos los mototos cargan a otros mototos, niños cargando niños.
La base estaba a orillas del lago Tanganica, durante todo el día era un hormiguero de locales en busca de pescado, agua, lavado de ropa y de cuerpo.
En una choza de paja y hojas de palma vivían cinco mototos, de edades entre cinco a diez años. Eran huérfanos de la guerra, la familia se desintegro a causa de la muerte y las enfermedades; ellos formaron una familia de mototos. Se alimentan de la naturaleza y del lago. A la hora del almuerzo o la cena se acercaban a la base, directo a la cocina en busca de un plato caliente y una galleta, también sedientos de atenciones y cuidados.
Una noche se sintieron los disparos de fusiles, gritos de desesperación. Los niños asustados se refugiaron en la base y durmieron a lado de la guardia, protegidos y seguros.
La guerrilla esa noche mató una familia acusada de cooperar con el gobierno. A partir de esa noche de terror, los mototos se alojaron en un galpón de la base.
Ávidos de conocimiento y astutos pronto aprendieron el castellano y se comunicaron con facilidad. En numerosas ocasiones se lastimaban los pies desnudos y en los enfermeros encontraron la medicina para curar la herida y la acaricia para aliviar el dolor del corazón.
Estos niños fueron trayendo a otros niños y llegaron a ser diez que convivían en armonía cumpliendo roles de adultos.
Miraban la vida con ojos de asombro, con el dedo en la boca, serios y sorprendidos del mundo que les tocó vivir. Se consolaban, apoyaban y brindaban afectos que la guerra arrebato, era una familia en esta tierra incierta.
Un día una queja llega a la base:
“La ONU debe ser imparcial con la población, en este caso esta apoyando a un grupo de locales de la facción rival”
De inmediato coercitivamente se desalojó a los mototos, a los peligrosos niños. Con pena y dolor fueron puestos en la calle, del otro lado de la concertina, y comenzó el calvario.
La estación de lluvia llegó y también el frío. Entonces los soldados, amigos de los mototos le construyeron una cabaña de madera, ladrillo y paja, un cobijo para los pequeños.
Los mototos siguieron sobreviviendo recogiendo frutos, esperando la comida del otro lado de la alambrada.
Niños cargando a otros niños, niños cuidando a niños; cuando tenía tiempo jugaban como niños pero su responsabilidad era de adultos.
Un día me levantó alarmado por los chasquidos de paja y enormes llamaradas. Me sorprendí ver la choza incendiándose. Angustiado corrí hacia los restos humeantes. No encontré a los mototos. A los gritos los llamé.
Silencio. Silencio…
Desconsolado llegué a la base. Un ruido dentro de una alcantarilla me alertó. Abriendo paso entre los matorrales y siento sollozos. Allí estaban los mototos, morados de frió, con el agua por la cintura y asustados.
– ¿Qué pasó?; les pregunté.
– Vinieron unos hombres y nos quemaron la casa.
– ¿Por qué, si no hacen mal a nadie?
– Según ellos no debemos recibir ayuda de los blancos. Somos una carga para todos, una vergüenza. Porque no tenemos futuro, no tenemos familia y a nadie les interesa nuestras vidas.
Esa noche durmieron en la base.
Por la mañana en los escombros encontramos restos de ropa, platos, mangos; todo calcinado por el fuego.
Los mototos de ojos grandes y chupando el dedo, contemplaban las ruinas del hogar. Asombrados de tanta intolerancia, desconcertados de tanta violencia. Ellos solo querían vivir en paz y tener un refugio.
Alertada la Agencia de Protección Infantil, se interesó por ellos y los alojó en una casa con atención integral y personalizada.
Con un atardecer de fuego, con el sol de lava ardiente, los mototos se alejaron por el camino polvoriento. Tomados de la mano, uniendo sus vidas para combatir el infortunio.
Me quedo grabado a fuego, esos ojos grandotes, de asombro por la violencia de la vida. Sus miradas de resignación, de desconsuelo, de interrogación por qué pagar la vida a precio tan alto.
Una concertina de púas me separa de los mototos, es solo física pues mi sentimiento está con ellos, era solidario a sus penas.
Pero una alambrada aún mayor separa a estos niños del pueblo congeles. Y es el egoísmo, la barbarie que abortó su infancia.
Ha pasado tres años de esta historia y sigo viendo mototos cargando a otros mototos y viviendo en la calle, mostrando sus vientres raquíticos y la hernia de ombligo.
✏ : Richard Barreda Castro /📷 :Pablo Malatesta