Un informe especial de la Academia Nacional de Medicina de los Estados Unidos remarcó que se sabe demasiado poco sobre la sustancia.
En las últimas décadas, por técnicas de cultivo, se aumentó la concentración de THC, el ingrediente psicoactivo que puede causar psicosis.
La conclusión de un artículo de The New Yorker es que se comercializa cada vez más algo de lo que no se conoce con exactitud dosis o efectos
A medida que la marihuana se legaliza en distintos lugares de los Estados Unidos, e inclusive en países enteros como Canadá y Uruguay, crece una industria que promueve el uso de una sustancia que es, por lo menos, misteriosa. En una extensa nota, The New Yorker analizó la combinación potencialmente peligrosa entre la escasa ciencia alrededor del cannabis, las modificaciones a la planta que en las décadas recientes aumentaron la concentración de su componente psicoactivo y la ampliación del consumo.
En enero de 2017 un panel de 16 expertos de la Academia Nacional de Medicina publicó un informe de 468 páginas sobre los estudios científicos de la marihuana. Como no contenía anuncios espectaculares, pasó inadvertido. Pero insistía, una y otra vez, en que «una droga sobre la cual los norteamericanos se volvieron entusiastas sigue siendo un misterio».
«Por ejemplo, se supone ampliamente que fumar marihuana disminuye las náuseas asociadas con la quimioterapia», ilustró el autor de la nota, Malcolm Gladwell. «Pero el panel señaló: ‘No existen ensayos aleatorios de buena calidad que investiguen esta opción’. Tenemos pruebas de la marihuana como tratamiento para el dolor, pero ‘se sabe muy poco sobre la eficacia, la dosis, las formas de administración y los efectos secundarios de los productos de marihuana de uso común y disponibilidad comercial en los Estados Unidos».
Las advertencias del informe del panel se extendieron a otros problemas de salud. ¿Epilepsia? «Pruebas insuficientes.» ¿Síndrome de Tourette? Pruebas limitadas. ¿Esclerosis lateral amiotrófica, mal de Huntington, mal de Parkinson? Pruebas insuficientes. ¿Síndrome del intestino irritable? Pruebas insuficientes. ¿Demencia y glaucoma? Probablemente no. ¿Angustia y ansiedad? Quizá. ¿Depresión? Probablemente no.
El núcleo del informe, destacó The New Yorker, se ocupa de los riesgos potenciales de la marihuana: ocho capítulos en los que se expande la niebla de la incertidumbre.
«¿Aumenta el uso del cannabis la probabilidad de accidentes automovilísticos fatales? Sí. ¿En qué medida? No está claro. ¿Afecta la motivación y las funciones cognitivas? Es difícil de decir, pero probablemente lo haga. ¿Afecta las perspectivas de empleo? Probablemente. ¿Socava los logros académicos? Pruebas limitadas».
Hacen falta estudios adecuados, no sólo en general sino en grupos específicos, aconsejó el panel: ¿qué efectos tiene la marihuana en la salud de los niños, los adolescentes, las embarazadas, las madres que amamantan, los ancianos y los que consumen cannabis de manera excesiva?
Y —destacaron los expertos— también hace falta mucha investigación sobre «las propiedades fármacocinéticas y fármacodinámicas, las vías de administración, las diferentes concentraciones». Y algo clave en la industria farmacológica en general: «la relación dosis-respuesta», tanto del cannabis como del THC (el componente psicoactivo) y el cannabidiol (CBD).
Esa relación, que mide la cantidad de exposición a una sustancia en relación a los cambios fisiológicos que produce, no es lineal. Ni es idéntica entre poblaciones diferentes. Ni es fija a nivel celular.
«Descubrir la relación dosis-respuesta de un nuevo componente es algo que una empresa farmacéutica hace desde el comienzo de los ensayos en humanos, a medida que preparara la presentación de una droga nueva ante la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA)», explicó Gladwell.
«Muy poco de una droga poderosa significa que no funcionará. Demasiado, significa que puede hacer más daño que bien. La cantidad de ingrediente activo en una píldora y la ruta metabólica que el ingrediente recorre una vez que ingresa al organismo son cosas que los fabricantes de medicamentos han planeado concienzudamente antes de que el producto salga al mercado, con un vagón lleno de documentos que lo avalan».
Sin embargo, nadie tiene esa clase de información sobre la marihuana.
Por un lado, no hubo estímulos para estudiarla: era una sustancia casi globalmente ilegal. Y por otro lado, los estudios que se usan de base se realizaron en las décadas de 1980 y 1990, cuando el cannabis no era tan potente como hoy. «Debido a recientes desarrollos en mejora de plantas y técnicas de cultivo, la concentración típica de THC pasó de cifras de un dígito a más del 20 por ciento». De hecho, citó el artículo a un experto de Rand Corporation, en el estado de Washington el segmento del mercado que más ha crecido es el de extractos de inhalación con una concentración de THC del 65 por ciento.
Se ignora si los consumidores fuman menos para compensar la nueva potencia de la droga, o si sienten efectos más intensos en menor tiempo. Pero sí se sabe que la relación entre dosis-respuesta varía entre las sustancias: en algunos casos, el doble de la dosis provoca el doble del efecto, pero en otros el doble de la dosis puede multiplicar el efecto por 10. Y a veces puede no cambiarlo. ¿Cuál será el caso del cannabis?
También las formas de administración de las drogas afectan los cambios que producen. La marihuana se puede fumar, vapear, comer o aplicar sobre la piel. ¿Cómo afecta la respuesta la forma de absorción?
«En el mejor de los casos, iremos a salto de mata, aprendiendo más sobre sus verdaderos efectos a medida que avanzamos y adaptándonos según lo necesitemos, como, digamos, la innovación del automóvil, que alguna vez fue extraordinariamente letal, se fue domando gradualmente a lo largo de su historia», escribió el periodista de The New Yorker.
Para los interesados en el peor de los casos, recomendó el libro de Alex Berenson Tell Your Children: The Truth About Marijuana, Mental Illness, and Violence (Cuéntale a tus hijos: la verdad sobre la marihuana, la enfermedad mental y la violencia).
A Berenson, autor de una serie exitosa de thrillers y ex periodista de The New York Times, le llamó la atención que su esposa, psiquiatra especializada en delincuentes con enfermedades mentales, le dijera que todos sus pacientes tenían un denominador común: la marihuana.
Al comenzar su investigación, el autor se encontró con los mismos problemas que los expertos de la Academia Nacional de Medicina: se sabe muy poco sobre el cannabis. Comenzó por indagar en el punto históricamente más preocupante: su asociación con la enfermedad mental.
«El lobby de la marihuana suele responder diciendo que fumar hierba es una respuesta a la enfermedad mental, no la causa: que la gente con problemas psiquiátricos usa la marihuana para automedicarse. Eso es una verdad a medias. En algunos casos, el consumo excesivo de cannabis parece provocar enfermedad mental», señaló The New Yorker. Y citó el informe del panel de expertos: «Es probable que el consumo de cannabis aumente el riesgo de desarrollar esquizofrenia y otras psicosis; a mayor consumo, mayor riesgo».
Según Berenson, la opinión popular es demasiado optimista al respecto. Erik Messamore, un psiquiatra especializado en neurofarmacología y el tratamiento de la esquizofrenia, le dijo que a partir de la casi duplicación del consumo de marihuana en las últimas dos décadas (que no se relaciona sólo con las legalizaciones), a su consultorio comenzaron a llegar pacientes mayores, profesionales de clase media, que no habían consumido otra sustancia antes, y que presentaron brotes por la marihuana.
Escribió Berenson: «La enfermedad que habían desarrollado parecía esquizofrenia, pero se había presentado tarde y parecía tener peor pronóstico. Sus delirios y su paranoia difícilmente respondían a los antipsicóticos».
Messamore estimó que el THC puede interferir con los mecanismos antiinflamatorios del cerebro, lo cual daña las células nerviosas y los vasos sanguíneos. Berenson se preguntó si será esta la razón por la cual aumenta la incidencia de esquizofrenia en los países desarrollados, donde precisamente también se ha incrementado el consumo de cannabis. En Dinamarca, por ejemplo, hubo un aumento de diagnósticos del 25% desde 2000; en los Estados Unidos, las salas de emergencia registraron 50% más de casos de ingresos por esquizofrenia desde 2006.
La segunda cuestión que planteó el escritor es la violencia asociada a los delirios y la paranoia que acompañan las psicosis. ¿Habría que esperar que a un mayor consumo de marihuana le correspondiera un aumento en la cantidad de delitos violentos?
«De nuevo, no hay una respuesta tajante, así que Berenson unió fragmentos de pruebas», reseñó The New Yorker. Por ejemplo, en un ensayo de 2013 de la Revista sobre Violencia Interpersonal, los investigadores analizaron los resultados de una encuesta realizada entre más de 12.000 estudiantes de secundario. Los autores presumieron que el consumo de alcohol entre los estudiantes sería un indicador de conducta violenta, y que el consumo de marihuana predeciría lo opuesto».
Los hallazgos los contradijeron: «Aquellos que consumían sólo marihuana tenían una inclinación a ser físicamente violentos 3 veces mayor a la de los abstemios; aquellos que consumían sólo alcohol, 2,7 veces».
Berenson revistó también estadísticas del estado de Washington, el primero que legalizó el consumo recreativo de marihuana en los Estados Unidos, en 2014. «Entre 2013 y 2017 las tasas de homicidio y de agresión violenta agravada aumentaron 40%: el doble del aumento del homicidio a nivel nacional y cuatro veces el aumento de la agresión violenta agravada», encontró.
Gladwell enfatizó que no hay prueba de una causa directa, pero citó el asombro de Berenson: «En un momento en que el estado de Washington podría haber expuesto a su población a niveles más altos de lo que ampliamente se presume una sustancia calmante, sus ciudadanos comenzaron a atacarse entre sí con mayor agresión».
La última cuestión que plantea Tell Your Children: The Truth About Marijuana, Mental Illness, and Violence es si el cannabis es una droga de iniciación a otras. Una posibilidad indicaría que activa ciertos circuitos neurológicos que facilitarían el comienzo de adicciones más graves. La segunda posibilidad indicaría que constituye una alternativa más segura: si se puede controlar el dolor, por ejemplo, con marihuana, no harán falta los opioides.
Dado que ha pasado menos de una década desde la generalización del consumo de marihuana de alta potencia, es difícil establecerlo. «Berenson destacó que el tema se complica aun más por el hecho de que la primera ola de legalización de marihuana sucedió en la costa oeste, mientras que la primera ola de adicción a los opioides sucedió en el centro del país», siguió el artículo.
Pero si bien eso señalaría que las sobredosis de opioides son menores en los estados donde el cannabis es legal, y lo inverso, Berenson encontró estudios que señalan que en realidad la marihuana abre el camino hacia otras adicciones.
Dos trabajos hechos sobre gemelos, un par en Holanda y otro par en Australia, mostraron que cuando uno de los individuos consumía cannabis antes de los 17 años y el otro no, el consumidor tenía una propensión mucho más grande a desarrollar adicción a los opioides. Un experto en estadística de la Universidad de Nueva York ayudó a Berenson a analizar las cifras de sobredosis de opioides, y halló que en aquellos donde la gente usaba más cannabis sucedían más sobredosis.
Aunque el panel de académicos, más prudente, sólo concluyó que no se sabe lo suficiente ya que no hay estudios sistemáticos, Gladwell no lo halló más tranquilizador: «72.000 estadounidenses murieron en 2017 por sobredosis de drogas. ¿Deberíamos embarcarnos en una cruzada pro-cannabis sin saber si va a sumar o restar a esa cifra?», preguntó.
La política sobre drogas, opinó, siempre es más clara en los extremos: los fabricantes y distribuidores de opioides ilegales deben ir a prisión y los consumidores merecen tratamiento. Pero la nueva industria del cannabis se presenta como algo diferente: habla de cultivos sustentables, métodos orgánicos, comercio justo. Como el café, comparó el periodista. Pero no es café, aclaró.
«La experiencia de la mayoría de los consumidores es relativamente benigna y predecible; la experiencia de unos pocos, en los márgenes, no lo es. Los productos o las conductas que tienen esa clase de perfiles de riesgo confusos son desconcertantes, porque para los que se hallan en el promedio benigno es muy difícil comprender las experiencias de aquellos en los extremos estadísticos», escribió. «También se demora más en cuantificar, y es mucho más difícil hacerlo, los riesgos infrecuentes».
Y el mensaje que dejan Tell Your Children: The Truth About Marijuana, Mental Illness, and Violence y el informe de la Academia Nacional de Medicina es que «todavía no estamos en posición de hacerlo», concluyó.
El cannabis probablemente entra en la categoría de «sustancias que la sociedad permite pero a la vez desaconseja». Como los cigarrillos, el alcohol y las medicinas. «El consejo que los marihuaneros experimentados a veces dan a los nuevos consumidores —’comienza con poco y avanza despacio’— es probablemente bueno para la sociedad en su conjunto, al menos hasta que comprendamos mejor qué está en juego aquí».
Gladwell recordó que a fines de 2018 el titular de la FDA, Scott Gottlieb, anunció restricciones importantes a los cigarrillos electrónicos, debido al aumento descomunal de su consumo entre los adolescentes. Se espera una prohibición de los cartuchos aromatizados y una limitación a los puntos de venta.
«El vaporeo es claramente popular entre los menores. ¿Es la puerta de entrada al consumo tradicional de tabaco? Algunos expertos en salud pública temen que estemos entrenando a una generación joven para una vida entera con una adicción peligrosa. Y otra gente ve a los cigarrillos electrónicos como una alternativa mucho más segura para los fumadores adultos que quieren satisfacer su adicción a la nicotina», planteó. Cuando Gottlieb dijo que partía la diferencia entre las dos posiciones, y que la FDA daba la oportunidad de elección a los adultos mientras que protegía a los menores, «fue inmediatamente criticado».
Uno de esos críticos, Michael Siegel, investigador de la Universidad de Boston en el área de salud pública, escribió: «Cada uno de los argumentos de la FDA para justificar la prohibición de la venta de cigarrillos electrónicos en tiendas y gasolineras se aplica aun con más fuerza a los cigarrillos reales de tabaco, esos que matan a cientos de miles de ciudadanos cada año. Nuestra perspectiva tiene algo terriblemente equivocado si sacamos los cigarrillos electrónicos de los comercios pero dejamos los tradicionales».
El argumento de Gladwell es que, si sobre algo tan estudiado como la nicotina es imposible lograr un acuerdo entre los expertos en salud púbica, mucho menos lo sería para una sustancia de la que se sabe demasiado poco.
«No nos preocupa que los e-cigarettes aumenten la cantidad de accidentes automovilísticos mortales, disminuyan la motivación y las habilidades cognitivas o afecten los logros académicos. Las drogas a las que nos preocupa que los cigarrillos electrónicos abran la puerta son los Marlboro, no los opiáceos. No hay demasiadas dudas científicas sobre la dosis y la biodisponibilidad de la nicotina. Y sin embargo todavía procedemos con cautela y cuidado con la nicotina, porque es una droga poderosa», comparó.
«Y cuando muchas personas consumen drogas poderosas de maneras novedosas que no fueron probadas antes, tenemos la obligación de averiguar qué pasará», agregó.
Entre esas formas se halla, precisamente, una oferta similar a la de los cartuchos de nicotina aromatizados. The New Yorker citó otro artículo de Siegel, quien visitó una de las tiendas de venta de marihuana que se abrieron en Massachusetts tras la legalización del consumo recreativo y encontró en el menú «caramelos blandos con sabor a fresa», «deliciosas barras de chocolate belga», «golosinas con sabor a frambuesa», «brownies con chips de chocolate», entre otras presentaciones de cannabis con alto contenido de THC.