Con un original combo de políticas sociales, el pequeño país del norte de Europa logró reducir drásticamente las adicciones entre los jóvenes en los últimos 20 años. Las claves del plan y su aplicabilidad en otros países
Si no fuera porque está tan al norte que el frío puede resultar extremo en invierno, Islandia podría parecer una isla paradisíaca. Un PIB per cápita de 52.500 dólares al año (18º a nivel mundial) y un Índice de Desarrollo Humano de 0.921 (9º mundial) lo convierten en un país muy desarrollado. Pero además es el segundo más igualitario del planeta, con un Gini de apenas 0.24.
Sin embargo, hace menos de 20 años, las calles de Reikiavik, su capital, se parecían muy poco a un paraíso. Especialmente por las noches, cuando grupos de adolescentes ebrios, drogados y siempre predispuestos a pelear y a causar destrozos copaban las esquinas y las plazas. Eran la expresión más visible de un grave problema que atravesaba a toda la sociedad: la epidemia de adicciones entre los jóvenes.
Grupos de adolescentes ebrios, drogados y siempre predispuestos a pelear y a causar destrozos copaban las esquinas y las plazas
Las autoridades políticas habían probado con todo tipo de campañas educativas y de concientización, que alertaban sobre los riesgos de las drogas, pero ninguna daba resultado. Año a año crecía el número de adolescentes consumidores. Hasta que hubo un cambio radical de abordaje. Reconociendo que no entendían nada sobre el fenómeno, decidieron estudiarlo desde cero. Así, articulando las investigaciones académicas con las políticas públicas como nunca se había hecho, lograron resultados increíbles.
En 1998, el 42% de los jóvenes de entre 15 y 16 años reconocía haberse emborrachado en el último mes. La proporción se derrumbó hasta apenas 5% en 2016. Algo similar ocurrió con el consumo de tabaco. Al comienzo del período, el 23% admitía fumar todos los días. Al final, pasó a ser sólo un 3 por ciento. Con la marihuana el descenso no fue tan brusco, pero fue igualmente significativo. Entre 1998 y 2016 cayó de 17 a 7% la proporción de adolescentes que consumieron al menos una vez en el año.
Islandia empezó a cambiar la historia al reconocer su propia ignorancia para encarar el problema de las adicciones —la misma que se ve en todos los países del mundo—. El paso siguiente fue hacer un estudio muy detallado sobre la juventud. Para ello organizaron un censo a nivel nacional. Los alumnos de todas las escuelas secundarias del país debieron responder un largo cuestionario anónimo en el que se les preguntaba por sus hábitos, sus intereses y, por supuesto, sus pautas de consumo.
Investigadores de distintas disciplinas estudiaron detenidamente los resultados en busca de patrones y de curiosidades. Así se dieron cuenta de que había algunas cosas que diferenciaban a los que consumían distintos tipos de sustancias de los que no. Por ejemplo, los que pasaban más tiempo con sus familias, participaban de actividades deportivas y salían poco por la noche, eran los que tenían las proporciones más bajas. En cambio, los que veían poco a sus padres, tenían una vida más sedentaria y salían asiduamente, mostraban los porcentajes más altos.
Con estos datos en la mano, las autoridades y los académicos diseñaron un plan de intervención que se propuso tres objetivos bien definidos: incrementar el tiempo que los adolescentes comparten con su familia, aumentar la participación semanal en actividades extracurriculares organizadas —principalmente deporte, pero también música y danza, entre otras alternativas— y posponer al menos hasta los 18 años el consumo de alcohol.
En 1998, el 42% de los jóvenes de entre 15 y 16 años reconocía haberse emborrachado en el último mes. La proporción se derrumbó hasta apenas 5% en 2016.
«Uno de los factores fundamentales es el involucramiento parental. Hace ya casi 30 años que desarrollamos una organización nacional de padres llamada Casa y Escuela.Es un paraguas que agrupa a todas las organizaciones de padres que hay en el país, una por colegio. Esto nos permite llegar fácilmente a todos los estudiantes y a los padres. Alentamos a las familias a ponerse de acuerdo en ciertos asuntos, como que no haya fiestas no supervisadas y no darles alcohol a los adolescentes», explicó a Infobae Gudberg K. Jonsson, investigador del Laboratorio de Comportamiento Humano de la Universidad de Islandia. Es una de las personas que más sabe sobre este proyecto.
Lo que empezó como un conjunto de iniciativas más o menos inorgánicas se terminó transformando en un programa unificado de alcance nacional, Juventud en Islandia. Si tuvo tanto éxito es porque va justo a la raíz común de muchos de los problemas que tienen las sociedades posmodernas: el debilitamiento de los lazos sociales. La laxitud que caracteriza a las relaciones y a las regulaciones en el siglo XXI explica uno de los mayores avances que tiene esta época en relación a cualquier período previo, el aumento de la libertad y de la autonomía individual. Pero este fenómeno tiene un lado B, que es el aumento de la soledad y de la sensación de incertidumbre sobre el sentido de la vida, que afecta particularmente a los jóvenes.
Sin redes de contención que los hagan sentir importantes, los ayuden a encontrar un rumbo y a superar los momentos difíciles que tiene la vida, crece la probabilidad de que empiecen a desarrollar conductas autodestructivas. Tanto cuando las personas se sienten completamente vacías, como cuando están en el estado opuesto, desbordadas de emociones que no pueden manejar, las adicciones son una salida frecuente. Por eso, revigorizar los vínculos familiares es una manera de contrarrestar esa tendencia tan fuerte del mundo contemporáneo a que la gente se sienta sola. Islandia lo logró alentando a los padres a organizar actividades con sus hijos, desde ir a espectáculos juntos hasta compartir comidas y sobremesas.
El deporte es otra manera de combatir la soledad y la anomia que define a este tiempo histórico. Por un lado porque inserta a los adolescentes en una dinámica colectiva organizada, que tiene reglas y objetivos, y que permite el desarrollo de todo tipo de vínculos sociales. Adicionalmente, la actividad física y la competencia de cierto nivel pueden generar efectos en el cerebro comprables a los de algunas drogas, sólo que sin todas las consecuencias negativas.
«No se trata sólo del deporte», aclaró Jonsson. «Si bien es cierto que es lo que prefiere la mayoría de los jóvenes, son todas las actividades extraescolares las que importan. Cuanto más involucrados estén en ellas, menos probable es que experimenten con drogas y con alcohol».
La dificultad que encontraron los organizadores del proyecto es que muchas familias no tenían los recursos para pagarles a sus hijos ese tipo de actividades. Entonces, decidieron entregar desde el Estado cupones que se pueden usar para pagar la cuota de un club o de un curso. Este método de financiamiento mostró ser mucho más efectivo que darles dinero directamente a las familias —que si no podrían usarlo para otras cosas— o a las instituciones.
Son todas las actividades extraescolares las que importan. Cuanto más involucrados estén los jóvenes en ellas, menos probable es que experimenten con drogas y con alcohol
Al cabo de varios años, se cumplieron con creces los primeros dos de los tres objetivos que se habían propuesto. Entre 1997 y 2012, trepó del 23 al 46% la proporción de adolescentes de 15 y 16 años que pasan tiempo con sus familias los fines de semana. En el mismo período, pasó del 24 al 42% el número de los que hacen deporte varias veces por semana.
La tercera pata de este proyecto involucró algunas reformas legislativas. Una de las de mayor impacto fue la prohibición de difundir publicidades de bebidas alcohólicas y de cigarrillos. Otra, mucho más polémica y considerada excesiva por algunas personas en el país, prohibió a los adolescentes de entre 13 y 16 años salir solos a la calle después de las 10 de la noche en invierno, y de la medianoche en verano.
Como corolario, lo que hicieron los islandeses fue replicar cada año el censo y el estudio con el que empezó todo. Eso les permite tener siempre información actualizada sobre el resultado de las medidas aplicadas y estar atentos a posibles cambios que ameriten pensar en nuevas estrategias. Por otro lado, todas las conclusiones son compartidas con padres y maestros en reuniones periódicas, que sirven para que la comunidad sea plenamente consciente de dónde está parada, y de hacia dónde tiene que ir.
La pregunta que se hace todo el mundo luego de conocer el modelo islandés y sus fenomenales resultados es si se podría implementar algo similar en otros países. La excepcionalidad de este Estado insular es inocultable. Además del elevado nivel de desarrollo y de igualdad, hay que considerar que su población, de apenas 332.529 habitantes, es altamente homogénea. La inmensa mayoría de las naciones del mundo son mucho más heterogéneas y tienen otras dificultades, lo que hace mucho más difícil desarrollar un programa parecido, e incluso aunque fuera posible, no sería extraño que su efectividad fuera menor. Pero eso no significa que no se pueda copiar nada.
«Implementar este modelo en sociedades más complejas sería un desafío, ciertamente —dijo Jonsson—. Las políticas deberían ser apoyadas tanto al nivel de las autoridades nacionales como locales, asegurando el acceso a las personas de todas las clases sociales. Como se necesita el acuerdo y el involucramiento de los padres de abajo hacia arriba, tendría que haber organizaciones de padres en todas las escuelas, y éstas tendrían que formar una organización paraguas que pueda coordinar la ejecución de un nuevo plan«.
Por las características únicas de Islandia, y por lo complicado que sería replicar un proyecto semejante a nivel nacional, lo que se está haciendo es implementar iniciativas semejantes a nivel municipal. El programa Juventud en Europa, surgido en 2006 a partir de Juventud en Islandia, coordina las experiencias que se están desarrollando en 35 ciudades de 17 países diferentes.
El esquema es muy parecido. Se parte de un cuestionario muy completo y se lo suministra a todos los estudiantes secundarios del municipio. Los resultados son evaluados por investigadores islandeses, que en el transcurso de dos meses les hacen una devolución a sus pares locales, y a partir de allí se acuerdan las medidas a probar. La última palabra la tienen las comunidades, que deciden qué hacer con esas sugerencias. En algunos casos no se hace nada, pero en otros se ejecutan políticas adaptadas a las particularidades de cada sociedad.
El mayor ejemplo de éxito es el de Kaunas, la segunda ciudad más poblada de Lituania, con 290 mil habitantes. El programa consiguió que entre 2006 y 2014 descendiera un 30% la proporción de adolescentes fumadores y un 25% la de los que se emborracharon en el mes anterior al estudio. La mejor evidencia de que este proyecto sirve para resolver problemas sociales que van más allá de las adicciones es que permitió que disminuyera un tercio la proporción de jóvenes involucrados en delitos. En Bucarest, capital de Rumania, el programa ayudó también a reducir la tasa de suicidio adolescente.
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