En la presente oportunidad quisiéramos invitaros a reflexionar en torno al concepto griego de “Eudaimonía”, también conocida como “felicidad”, y definida por la RAE como “estado de satisfacción debido generalmente a la situación de uno mismo en la vida”. Pues bien, no hagáis caso a la RAE y pensemos por un momento qué es eso que tanto mencionamos y decimos necesitar pero tal vez no siempre comprendemos cabalmente.
Para Aristóteles (384 a. C- 322 a. C.), contrariamente a lo que sostiene la definición precitada de la RAE, la felicidad no es ni por cerca un estado de ánimo, ni un estado de nada, sino que es una actividad en sí misma puesto que la considera el fin de todo acto (en otras palabras, todo lo que hacemos supuestamente lo hacemos para ser felices). En su obra denominada “Ética a Nicómaco” nos señala claramente que “la felicidad consiste en la virtud en general, o en alguna virtud en particular, pues la felicidad es la actividad del alma conforme a la virtud. […] Son las actividades conformes a la virtud las que determinan la felicidad, mientras que las actividades contrarias a la virtud determinan la desgracia”. Traducido brevemente: la virtud es el medio, y la felicidad es el fin, pero sin virtud, no hay chance de felicidad alguna. Ahora bien, ¿qué es la virtud?
Brevemente indicaremos que la virtud es, al menos desde el análisis filosófico aristotélico clásico, un hábito de persistir en un término medio en lo concerniente a nuestras acciones, determinado por nuestra razón y por la cual podemos convertirnos en personas prudentes. Como habéis oído por ahí casualmente, el término latino “virtus” nos marca la pauta de la inexorable relación que existe entre la prudencia y el virtuosismo, como también el vocablo griego “areté” refiere particularmente a la “excelencia” como propósito en sí mismo. Por ello, Aristóteles sostenía que la virtud no es más que una “excelencia añadida a algo como perfección”.
Por lo anteriormente mencionado, podemos comprender que para el estagirita la felicidad no es fruto de la mera circunstancia pasajera o del resultado espontáneo de algunos estímulos concretos, sino más bien un trabajo (hábito) que demanda una búsqueda permanente. Dicha búsqueda es inconcebible sin la participación de la prudencia, que no es nada más y nada menos que «aquella disposición que le permite al hombre discurrir bien respecto de lo que es bueno y conveniente para él mismo». Discurrir, pensar, tener criterio y juicio prudente es tarea de toda la vida, por lo cual en esta lectura de la felicidad es preciso indicar que sólo es en el atardecer de nuestra existencia cuando podremos dilucidar si realmente hemos sido felices, ya que “no podremos llamar feliz a un hombre mientras vivo, sino que será preciso ver el fin” (Solón de Atenas 630-560 A.C) o, como expresa Merlí a sus alumnos “¿Queréis ser felices? ¡Aristóteles les dice que os lo tenéis que currar!”
Ahora os invito a dejar entre paréntesis momentáneamente lo precedentemente señalado por Aristóteles para pensar en qué hemos convertido nosotros, los postmodernos del siglo XXI a la felicidad. Nos atrevemos a indicar que la hemos tornado en una obsesión, en cierto punto enfermiza, por pretender equiparar el ser al tener. El espíritu de la época nos indica que se es feliz teniendo o consiguiendo todo aquello que deseamos obtener y lograr. El problema es que, si no lo logramos, el pozo profundo de la frustración se hace abismo en nosotros mismos. Si somos lo que tenemos o lo que conseguimos, ¿qué queda de nosotros si lo perdemos? Tal razonamiento no es nuestro, es de Erich Fromm, quien es citado en demasía por memes de autoayuda en redes sociales, especialmente y específicamente con su sentencia que versa “Si con todo lo que tienes no eres feliz, con todo lo que te falta tampoco lo serás”.
Como podemos apreciar, este tema de la felicidad trasciende el placer hedonista pasajero y la sensación de saciedad que produce una vida “resuelta”. Se trata estrictamente de un modo de vida específico, una búsqueda permanente de sentido que determina la nuestra dignidad misma. La vida desdichada, conquistada por la tristeza irreversible es sin dudas signo de una indignidad que trunca toda posibilidad de ser y hacer. En su obra “Oratio de hominis dignitate” (“Discurso sobre la dignidad del hombre), Pico de la Mirandola (1463-1494) nos expresará que dicha dignidad reside básicamente en la capacidad que tenemos de elegir cómo vivir. Tenemos un grado de libertad, un margen, a través del cual optamos permanentemente por aquello que nos indicaba Aristóteles, a saber, discurrimos para elegir el mejor de los caminos posibles. Ahí está justamente, el truco y la trampa de la libertad: nos sucederá, y créanme, nos sucede permanentemente, que nuestras decisiones y las opciones que tomamos en búsqueda de un buen fin nos equivocaremos irrevocablemente un buen número de veces. Pero la clave aquí, en el mundo del pensamiento filosófico crítico, no pasa por dar recetas fugaces, sino de intentar comprender que, a pesar de las mil decepciones, errores y confusiones, la felicidad tiene que estar presente siempre como la brújula que nos mantiene intacto el deseo de seguir viviendo.
Ante la precitada frustración auto infligida y también, bombardeada por un sistema de consumo incesante de bienes y servicios innecesarios e intrascendentes, nuestros amigos estoicos nos dirán que la gran mayoría de las cosas que nos suceden no dependen de nosotros, y que debemos actuar en consecuencia. ¿Tu salario no te alcanza para hacer aquello que tanto deseas? Pues bien, un discurso del ala positiva y voluntarista te dirá que debes esforzarte más, que algo no estás haciendo bien para lograr tus objetivos, que seguramente tienes que revisar tus opciones y decisiones porque es casi seguro que en algo estás fallando, o que tal vez no le estés echando suficientes ganas a tu proyecto. La filosofía estoica, que es ancestral, y por ello, auténtica y valiosa- a diferencia de la precitada ética del descarte humano que acabamos de describir antes del punto seguido- nos señalará otra vía de análisis, más sensata, más honesta, más real y necesaria.
Dicha filosofía nos ofrece tres recursos. En primer lugar, ante una tribulación o problema que consideres abrumador, pregúntate: ¿esto que sucede, está bajo mi control? Bien sabemos que entre nuestras posibilidades de actuar hay un limitado margen de acción. No siempre podemos revertir, cambiar o intervenir en un fenómeno o acontecimiento. Detenernos a preguntarnos si realmente esto que nos enfrenta nos permite actuar o no, es un gran paso, ya que desmitifica la idea ficticia y vulgar enmascarada de la omnipotencia humana del voluntarismo.
En segundo lugar, nos invitará a pensar en éstos términos: Si debes actuar, hazlo con virtud, siempre teniendo en mente que las afecciones externas no son tu responsabilidad, por lo tanto no deberías sentirte obligado a actuar por algo que no depende en absoluto de ti. Actúa a conciencia sólo si te corresponde y hazlo de manera racional y prudente.
Por último, el estoicismo nos invita al tempo de la “ataraxia” (“serenidad de ánimo”- “calma del espíritu”). Sin la calma que guía prudentemente nuestras acciones, es prácticamente imposible acertar en nuestras decisiones y, por correlación lógica, ser felices. Habéis escuchado varias veces a alguien decir “cuando estoy estresado me sale todo mal”. Pues sí, es así, el que se enoja, pierde. Asimismo, dicho temple es fundamental para la aceptación de aquello que trasciende toda posibilidad de acción: el grado de desazón ante el acontecimiento desagradable podría disminuir drásticamente si somos conscientes y somos prudentes para interpretar lo que nos sucede en los términos que la ataraxia ofrece.
En conclusión, no hay una asignatura, una fórmula o una pastilla que nos brinde la felicidad. Es la “buena vida”, la fundamentación de la felicidad, es un esfuerzo constante de las personas que se basa en aquel permanente “saber discernir” lo que vale la pena de lo que no. No todo sentimiento es digno de ser cultivado y en qué situaciones es realmente necesario cultivarlos, o no. En este sentido, Victoria Camps nos ofrece una bellísima metáfora para comprender este proceso: al igual los niños aprenden a dosificar la intensidad de alegría o sufrimiento en la crianza, la educación es un recurso fundamental para el cultivo de uno mismo mediante el cual se accede al acervo cultural de la humanidad que siempre tiene algo que enseñarnos, pero que uno no adquiere si uno no hace el esfuerzo o demuestra la mínima pizca de voluntad de querer adquirirlo. Nada más distante de esto que las promesas soft de la tan sobrevalorada y banal «autoayuda».
Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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