No se sabe con exactitud la fecha de nacimiento de Jesús. Es interesante que los cuatro evangelios, fuente original de datos sobre este personaje histórico, tan detallistas en otras fechas, omiten por completo la del nacimiento del fundador del cristianismo.
El 25 de diciembre no es buena fecha para que naciera Jesús, pues su madre lo dio a luz en medio de un viaje para cumplir con una orden que obligó hace más de dos mil años, a que todos los habitantes del imperio romano se trasladaran a su lugar de origen para registrarse en un censo. No es lógico que tal movilización se fijara en pleno invierno. Parece bastante razonable que se hubiera realizado en una fecha más propicia. Además dice el relato que la noche del nacimiento de Jesús había pastores en el campo, lo que pinta un momento del año en el que se podría pasar la noche a la intemperie, lo cual seguramente no sería en el riguroso diciembre de aquellas latitudes.
La celebración de la navidad no era costumbre de los primeros cristianos. Comienza mucho después de la muerte de Jesús. Fue tras la fundación de la iglesia católica apostólica romana (unos 300 años después de la muerte de Jesús) cuando el 25 de diciembre adquirió un nuevo significado. El día del sol invicto pasó a ser el cumpleaños de Jesús al estilo romano, cuyo emperador Constantino (“convertido” al cristianismo para destruirlo desde adentro) pasó a ser el sumo pontífice de la nueva religión que mezcló enseñanzas judeo/cristianas con antiguas creencias romanas.
A la Abya Yala (nombre dado por habitantes precolombinos a lo que los europeos denominaron “América”) la navidad llega hace algo más de 500 años como parte de la cultura de los nuevos poseedores de estas tierras. Con la espada en una mano y la cruz en la otra, impusieron su autoridad junto con su religión, y es así que se adoptó en este pequeño país rioplatense, una celebración que nada tiene que ver con la cultura autóctona.
Hace apenas unos 150 años se le introdujo un nuevo personaje: Santa Claus, San Nicolás o Papa Noel, que termina desplazando a Jesús del centro de la escena. Los regalos que ese simpático hombre vestido de rojo (creación de un dibujante norteamericano) deja al pie del arbolito (otro elemento de origen pagano tomado de antiguas creencias Celtas) pasaron a ser el símbolo de la navidad.
Esta curiosa fusión de judeo/cristianismo, ritos romanos y celtas con un ingrediente yanqui, ha sido muy bien aprovechada comercialmente para promover ventas por parte del mercado, ese dios en cuyo altar se sacrifica mucho tiempo y energía transformada en dinero. Para que también sean incluidos los no creyentes, se la denomina “fiesta de la familia”. Así se procura que todos (creyentes y ateos) puedan participar de la fiesta haciendo sus ofrendas (gastos) para honrar el consumismo que caracteriza nuestra sociedad.
Pero la navidad es útil no solo para aumentar las ventas. Esta fecha en nuestra cultura occidental, tal como fechas propias de otras culturas, es una válvula de escape para descomprimir tensiones sociales. Su componente de sensibilidad y ternura es una caricia en medio de tanto egoísmo y crueldad. Pero apenas eso, porque al día siguiente vuelve la competencia feroz, la aplastante presión del sistema socioeconómico que envilece y degrada.
Habría mucho más para decir, pues es este un tema apasionante con múltiples enfoques, pero esta nota habrá cumplido su objetivo si logra trasmitir la idea de qué hay gente que siendo parte de un país con costumbres culturales europeas, tiene sus razones para no celebrar la navidad. No sería justo verlos como amargados, antisociales o quisquillosos excéntricos. Simplemente respetan el derecho a celebrarla pero prefieren no participar.
Es bueno que podamos entender que la navidad es una de las tantas opciones que la libertad nos ofrece y que por el simple hecho de festejarla, los malos no se vuelven buenos, así como por no celebrarla, los buenos no se vuelven malos.
Aníbal Terán Castromán