“Cada cual cree en el Artigas en que quiere creer”: esa frase se la oí una vez a un querido amigo, el Doctor Luis Eduardo Márquez, cuya especialidad era la psiquiatría y a quién le gustaba lanzar provocativas afirmaciones sobre casi todos los temas. Y casi siempre, algo de razón tenía mi amigo…
Hay un Artigas de bronce, evocado como personaje histórico, del cual se citan frases célebres y al que se le atribuyen vínculos con la fundación del Estado Uruguayo, hecho ocurrido en 1830 con el que nada tuvo que ver. Ese Artigas funcional a la clase dominante, es el del cuadro que lo muestra parado en la puerta de la ciudadela con aire militar, es el que se reduce a un busto en las plazas de todo el país, es el héroe fundador de la “uruguayés” que a ellos les conviene.
Ese Artigas responde a la necesidad de reivindicar una fragmentación de América que nunca estuvo en el pensamiento artiguista. Es una tergiversación histórica a la medida de los intereses de sus enemigos.
El Artigas en el que yo creo es otro. Es el que el cura Larrañaga describe con las palabras: “En nada se parecía a un general”. Augusto de Saint Hilaire, viajero y naturalista francés que lo conoció, escribió que Artigas tenía «las mismas costumbres de los indios, cabalgando tan bien como ellos y viviendo del mismo modo.” Pedro Sáinz de Cavia, afirmó que Artigas «siempre ha permanecido en campaña», y Domingo Sarmiento, otro de sus detractores, apunta también que «no frecuentó ciudades nunca». Me gusta especialmente la descripción que hace el historiador José María Rosa: “nadie conocía e interpretaba a sus paisanos como él.”
El libelo redactado por Sáinz de Cavia, trazaba la trayectoria de Artigas como un «capitán de bandidos» que se había convertido en «un nuevo Atila» de los pueblos que protegía. Sarmiento lo retrató como arquetipo del caudillo bárbaro: un «contrabandista temible», investido comandante de campaña por transacción, que llegó a conducir «las indiadas» hostiles a la civilización. Bartolomé Mitre comenzó a escribir una biografía de Artigas que dejó inconclusa, en la que lo llamó «caudillo del vandalaje», el «jefe natural de la anarquía permanente», y vio en sus montoneras la expresión de una «democracia semibárbara». El teniente coronel Curado, que viajó al río de la Plata en misión diplomática, describió a los hombres bajo el mando de Artigas como una tropa «formada con facinerosos, indios y malhechores».
El Artigas en que yo creo lo define muy bien Carlo Maggi: “es un ser del otro mundo, del mundo charrúa, que era un mundo moralmente superior.” El mismo autor dice: “Mi conclusión de gringo testigo de esto, no afectiva sino aplastantemente racional, es que el grupo humano llamado charrúa, que habitó en la sierra del norte del río Negro, tenía unas cualidades morales muy superiores y diferentes de la cultura europea desde el punto de vista de la ética, aunque desde el punto de vista de la tecnología fueran mucho más atrasados. No fundían los metales, no conocían la rueda, pero está probado que cuando un charrúa daba su palabra la cumplía o moría, y cuando otro daba su palabra y no cumplía, también moría.”
Ese ese Artigas charrúa en el que yo creo y así lo recuerdo al cumplirse este 19 de junio un nuevo aniversario de su nacimiento.
Aníbal Terán Castromán
(Adjunto foto de la obra de Carlos María Herrera “Artigas en el Hervidero” pintada en 1911. Es un cuadro enorme de 3,78 metros de alto por 3,11 de ancho, que actualmente se encuentra en el Museo Histórico Nacional, Montevideo.)