Una rosa blanca para Felipe

El viernes a la noche recuerdo irme a dormir rogando que no pasara nada. Que no tuviera que leer el titular más shockeante que cualquier diario o canal de noticias pudiera elaborar para describir algo que todos temíamos pero que no queríamos decir en voz alta porque creíamos que felizmente, en el peor de los casos, quien lo retenía tendría que entregarlo a la familia y responder a la justicia.

Pero no fue así. El sábado temprano, repasando los portales como hago cada mañana, me doy de frente con un título tan frío como esos cuerpos que yacían desde casi las mismas horas en que todo empezó a suceder.

Trabajar a diario con las noticias, no te roba la sensibilidad si no lo permitís pero sí, el tiempo, o la falta del, te empuja a pasar de largo sin reflexionar demasiado. El sábado no fue así. Sinceramente me permití llorar, llorar con dolor, llorar como lo hemos sentido todos.

La reconstrucción periodística de los hechos, intentando completar el relato con la mayor cantidad de datos posibles, sí porque la noticia nos lo reclama, pero también buscando una respuesta, si es que la hay, nos ha permitido conocer una premeditación fatal.

Algo que nadie pudo imaginarse pero que ahí estaba y que, al menos en algún lugar, tenía que haber alguna señal.

Nuestra reacción humana, natural, la de llorar, la de indignarnos, la de no entender, la de preguntarnos por qué, la de enojarnos, la de cuestionarnos entre todos, la de echarnos culpas o defendernos, la de acusarnos o acusar a padres, maestros, psicólogos.

Felipe Romero, de 10 años, y Fernando Sierra, su matador, aparecieron muertos en el sotobosque de Villa Serrana. Sierra, sin calzado, abrazaba al niño. Allí se encontró el arma, calibre 22, con el que el entrenador le disparó y luego se quitó la vida.

Decenas buscaban a Felipe, y también a Fernando, cuerpos que fueron hallados a las 9:00 de la mañana del sábado, luego de varias horas de rastrillaje en la zona, a pocos cientos de metros de donde se encontró el vehículo abandonado.

Ya no hay victimario a quien procesar pero la juez penal de Maldonado, Adriana Morosini, quiere respuestas para el sinnúmero de interrogantes que provoca el trágico desenlace.

Morosini interrogará a las maestras de la Escuela N° 2 para determinar si Fernando Sierra, DT del equipo de baby fútbol donde jugaba el niño, tenía permiso para retirarlo del centro escolar, mientras espera los resultados de la autopsia y los informes de la Policía que confirman en principio que hubo abuso sexual que data de tiempo atrás.

El homicidio ocurrió entre las últimas horas de la noche del jueves y la madrugada del viernes, según los peritajes, razón por la cual se considera que el hecho fue premeditado y determinado por Sierra desde el momento en que la madre de Felipe le dijo a éste que no podía seguir viendo al niño.

En el cuerpo del menor se encontraron pastillas tranquilizantes que se adquieren sin receta médica y en el lugar fueron encontrados tres paquetes de pastillas, dos estaban completos y a uno de los blísters, que estaba en el bolsillo del niño, le faltaban siete comprimidos. Probablemente Felipe había sido sedado antes de morir.

La ciudad de San Fernando no salía de la conmoción, la Intendencia de Maldonado bajó las banderas a media asta, los torneos de baby fútbol se suspendieron y en Minas, un grupo de niños soltó globos blancos al cielo.

«Si no puedo ver más a Felipe me mato», le respondió Fernando a la mamá del «angelito» a quien ahora todos lloramos y nunca dejaremos de preguntarnos… de preguntarnos.

Fernando Sierra, de familia trabajadora, su padre obrero de la construcción, su madre  limpiadora, era el cuarto hijo de siete hermanos, tenía 32 años y además de ser técnico de fútbol, trabajaba en una chacra de la zona.

El niño mantenía una estrecha relación con el entrenador y le escribió varias cartas, ahora en manos de la policía, en las que puede leerse «Papá te quiero», «Papá no me faltes nunca» o «Feliz día del padre» y Fernando tenía un libro sobre «cómo ser buen padre».

Felipe pasaba días, incluso semanas durmiendo en la casa de Fernando con el consentimiento de la madre y también pasaba allí las fiestas de Navidad.

Sin antecedentes penales, sin armas, la familia de Fernando no logra una explicación.

No se trata de continuar acusando a la maestra que permitió la salida del menor, y que además sufrió una descompensación, o a la madre, que no hace falta que intente pensar qué puede estar sintiendo ahora. No, no se trata de eso.

Pero sí, y por mucho que duela, de buscar responsables. Evidentemente el primer responsable es el matador, pero aunque esa posibilidad judicial ya no exista, sí debemos pensar en los siguientes responsables, los que protegen, los que nos protegen, los que protegemos.

Falló el sistema, llámese psicóloga que atendió a Felipe y desde donde no surgió denuncia penal, llámese maestra que consideró a Fernando el tutor, padre, padrastro del pequeño, llámese madre que ante la advertencia hizo lo que muchos habríamos hecho, alejar a esa persona que hasta ahora no vimos como amenaza, sin medir en qué términos, porque quién importa no es el adulto, pero a fin de cuentas, lo que provocó esa drástica determinación fue lo que terminó matando a un inocente.

Falló su madre, falló la maestra, falló la psicóloga, fallamos todos.

No es que debamos ser más desconfiados pero sí más cuidadosos, no prejuiciosos pero sí más observadores.

No estoy proponiendo pasar raya y ver qué sacamos de esto, porque algo así sería insensiblemente irrespetuoso de mi parte, pero sí humildemente obligarnos a pensar un poco más allá y si me permiten, también soltar un globo blanco, y llorar con mi rosa en mano, a Felipe.

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